Tarde de domingo

Cuando lees entras en el mundo, en los mundos que otros han creado, y esas vidas, reales o ficticias, caminan a tu lado. Cuando escribes estás completamente solo, a lo sumo arropado por tus fantasmas. Si tienes el oficio y el talento suficiente, puedes hacer que esas sombras se tornen corpóreas, para poder compartirlas con otros, que se sentirán un poco menos solos caminando por el mundo que tú has creado. Pero cuando careces de talento creativo, andas completamente solo por la hoja de papel o la página del editor de textos, intentando a lo sumo ordenar tus pensamientos, como yo ahora.

Con frecuencia me asaltan este tipo de pensamientos aforísticos. Siempre mientras mantengo mis manos ocupadas en tareas domésticas, banales para el devenir del mundo, imprescindibles para el bienestar de mis hijos. Quizás porque en ningún otro momento de mi vida me siento más sola y más irrelevante. Ni siquiera cuando escribo. Me pongo a imaginar palabras, escribo con la cabeza, pero cuando llego al papel o a la pantalla con frecuecia lo he olvidado todo. Como si la inanidad fuera un gran agujero negro que absorviera nuestros pensamientos, buenos o malos, trascendentales o irrelevantes.

A veces incluso pienso personajes. Seres que son yo misma, retazos de mí en un pasado olvidado o en un futuro incierto, seres que caminaron sendas que yo dejé de lado, pero a las que sólo soy capaz de entrever fugazmente. No son siquiera personajes, a penas imágenes borrosas.

Una tarde de esas imaginé a la mujer madura que amaba a un joven soldado. Un amigo, mucho más joven que yo, con su barba de tres días y su capacidad para hacerme reir, me inspiró al amante. A ella la veía algo abatida, como yo me siento algunas noches, preocupada por el futuro de sus hijos, aferrada a su apartamento humilde como a una fortaleza, mirando los uniformes de soslayo, esperando verlos alejarse de su mundo. Podía ser cualquier lugar de Europa: la España del 38, la Italia del 45, los Balcanes de los 90… porque lo importante no era el quién o el dónde, sino la magia de esos pequeños gestos que iluminan de pronto el mundo. Esa sonrisa arrancada con una broma inocente, el roce casual de las pieles, la mano que se tiende inopinadamente para poner en su sitio un mechón de pelo…

Había olvidado esa idea y esas imágenes que no llegaron a ser un cuento. No supe tejer la historia, un antes que me condujera hasta el primer beso robado, un después que deshiciera el nudo de los cuerpos enredados dando sentido a la pérdida. Una historia, para ser una buena historia tiene que enseñarnos algo, y yo no tenía nada que aprender y nada que enseñar, sólo la fascinación por el vértigo momentáneo de un hombre y una mujer (y una notoria falta de talento para compartirlo), así que lo olvidé.

En esta primera tarde de frío de este otoño tardío les he recordado, mientras zurcía un calcetín. Como mi tarea, mi recuerdo imaginado tenía el sabor de otras épocas: una cama de barrotes, una combinación de nylon, un papel floreado y raído en las paredes… Un paisaje de mi niñez cutre.

El joven zapador duerme en la cama. La mujer se levanta y camina hasta la cocina. Coge un cuchillo y empieza a pelar patatas. Ya es casi la hora de la cena.