Decía ayer Lluís Bassets en El País (El regreso de la pasión política) que las primarias demócratas en los Estados Unidos han tenido el mérito de dinamizar la política norteamericana y hacer más visible (y, por ello, seguramente más saludable) el proceso de regeneración que supone para la democracia un período electoral.
En este sentido, no es sólo la oratoria brillante de Barak Obama y su frescura lo que ha potenciado la recuperación de la ilusión, sino también la lucha denodada que ha ofrecido Hillary Clinton ante un adversario inesperado, que le ha arrebatado la candidatura a la primera mujer que llegaba a unas elecciones en Estados Unidos con posibilidades reales de aspirar a la presidencia del país, o por lo menos a competir por ese puesto contra el candidato republicano.
Esa confrontación directa y a muerte entre los dos aspirantes demócratas ha sido buena mientras el proceso de primarias se mantenía abierto y tanto Obama como Clinton tenían posibilidades reales de lograr el objetivo de la nominación. Sin embargo, el empecinamiento mostrado por Clinton en las últimas horas, y su resistencia a reconocer que su oponente demócrata la había superado de forma definitva en las primarias, resultan un punto decepcionantes. Esperaba un gesto más humano, más generoso, que tuviera más en cuenta que la mayoría de los simpatizantes y militantes demócratas han preferido a Obama. Una esperaba que Hillary no usara sus 18 millones de votos, como algunos señores usan sus atributos masculinos, poniéndolos con un golpe sordo sobre la mesa: ‘Por mis millones…’
Hasta ayer la lucha sin cuartel animaba y enriquecía la campaña, desde ayer parece sólo una extenuante competición por arañar las máximas cuotas de poder posibles. En todo caso es cierto, que seguir todo este proceso ha sido, y es, emocionante. Más, con seguridad, que el estomagante proceso precongresual del PP.
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