He vuelto a ver la película El perfume y me he preguntado de nuevo cuál es la parábola que se esconde detrás de una obra que me inquieta. ¿Qué nos cuenta esa historia del hombre que destila perfumes de los cuerpos inertes de bellas muchachas a las que mata pero no intenta poseer, como si atrapando su olor pudiera tener algo del amor que la vida le niega?
Nunca leí la novela de Peter Süskind, pero me impresionan esas manos sucias que esparcen morosamente la grasa sobre el lienzo blanco preparado para recibir el cuerpo ligero de la próxima virgen; me admira la agilidad felina del protagonista, deslizándose en la oscuridad en busca de sus presas, y esa pasión obsesiva que transmite casi sin gestos, sólo con la fuerza de la mirada. Pero, sobre todo, me pregunto por el sentido profundo de este cuento, que siento que se me escapa. ¿Se burla el autor del amor?
Grenouille, el asesino, obtiene cruelmente, causándoles la muerte, algo único de sus víctimas: su olor esencial. Y hay momentos en que esa obsesión homicida se nos antoja admirable, porque parece saber apreciar y valorar más que nadie algo que todos tienen delante de sus narices (ninguna expresión común sería aquí más precisa) y no saben ni siquiera distinguir. En la película, esa mirada fija y sin miedo de Laura a su asesino justo antes del último aliento parece surgir de cierta complicidad: ¿cómo no preferir ser la nota final de ese perfume magnífico antes de verse forzada a contraer matrimonio con el aristócrata petrimetre a quien su padre quiere entregarla?
Pero hasta la muerte de esa última virgen, pelirroja como la dama de las ciruelas con la que Grenouille descubrió su deseo por el olor femenino, la historia no es más que la narración de la obsesión asesina de un hombre privado de amor desde la cuna. Sin embargo, la historia gira al pie del patíbulo, cuando cientos de personas caen rendidas ante Grenouille a quien apenas unas gotas de ese perfume destilado de trece cadáveres de doncella transforman en ángel a los ojos de la gente. Y la pasión del perdón se resuelve en orgía desenfrenada. ¿Surge el desenfreno del olor destilado por la muerte? ¿De qué se rie Süskind, de nuestra incapacidad de amar, de nuestras represiones, o de nuestro grotesco sentido de la justicia? Su asesino transgresor lleva a la plaza pública lo que normalmente se mantiene oculto, el sexo, y se salva así de lo que es impúdicamente público, la ejecución de su sentencia de muerte.
La metáfora final es aún más salvaje. Grenouille vuelve al pobre barrio de París donde nació y, derramando todo el perfume sobre su cuerpo, provoca que los andrajosos desposeídos que lo pueblan lo devoren en su afán por conseguir un pedazo de ese ángel maravilloso en que lo ven convertido. ¿Nos devora el amor cuando no somos capaces de amar? ¿No es la colección de olores esenciales de Grenouille como esos viejos recuerdos que llevamos pegados a la piel de personas a las que conocimos y creímos amar, aunque quizás en realidad nunca fuimos capaces de hacerlo?
Resulta difícil sustraerse a la magia perversa de una obra donde el psicópata es casi un héroe equívoco, arrojado a los desperdicios por una madre miserable, marginado y explotado desde niño, brillante hasta la manía en sus capacidades y dones (su genial sentido del olfato), despiadado com sólo pueden serlo quienes jamás han recibido piedad alguna. Un demonio que se da muerte a sí mismo con aquello que le hubiera permitido precisamente sobrevivir, su perfume perfecto, porque ¿qué nos queda cuando ya hemos alcanzado todos nuestros sueños?
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