Entre "kitsch" y "cursi"

Me prometí a mí misma que reflexionaría sobre lo kitsch y lo cursi, y el día que iba a hacerlo me destituyeron a la ministra de Cultura de los modelitos agataruizdelaprada y la polémica ley del cine, esa que unos no querían porque decían que apoyaba poco a la industria nacional y otros rechazaban porque encontraban abusivas sus medidas de excepción cultural (esto es, en ese caso, la dichosa cuota de pantalla).

Mentiría si dijera que he seguido con detalle la trayectoria de Carmen Calvo y, aunque me han llegado ecos de algunas polémicas que ha generado su gestión, mi propia experiencia en el mundillo de la cultura me hace desconfiar de las críticas sectoriales tanto como de los grandilocuentes proyectos políticos.

Sí es cierto, con todo, que el estilo personal de Calvo, por lo que se deduce de sus declaraciones a los medios, no es precisamente confraternizador, algo importante cuando tu principal objetivo es aprobar leyes que necesariamente tienen que sostenerse a partir del consenso de agentes con intereses contrapuestos, en temas donde, además, se mueve mucho dinero. Porque, es cierto que en nuestro cine no se maneja el volumen económico de otros países, pero aún así hablamos de cientos de millones de euros que algunas empresas / personas pueden ganar de más o ingresar de menos según se adopten unas u otras decisiones. Y esos intereses mueven montañas. Los productores quieren más ayudas y menos impuestos; los exhibidores, más rentabilidad sin imposiciones de ningún tipo; los actores pidieron ser reconocidos como “creadores” por esa nueva ley, lo que, en la práctica ignoro qué significa.

La ministra, en la prensa, tachaba a unos y otros de “desleales”, porque denunciaban lo que no les convenía y callaban lo que les beneficiaba, protesta que resulta cuando menos pueril, porque eso es lo que hace todo el mundo cuando se queja de una nueva ley. Calvo aseguraba, por ejemplo, que los actores pedían que la Ley corrigiera aspectos del Estatuto de los Trabajadores (?), mientras, en el otro extremo, este colectivo denunciaba que la norma simplemente les ignoraba. Puede que yo sea una ignorante, pero reconocer al colectivo de actores como parte del fenómeno cultural del cine no me parece que contradiga ninguna ley laboral. Tengo ya más dudas de que una película sea más o menos “española” según el porcentaje de actores de esta nacionalidad que participen en la misma, pero sí parece lógico que la ayudas del Gobierno al sector, que se pagan con impuestos de los ciudadanos, se destinen no sólo a potenciar a las empresas productoras (parte clave de la industria, quién lo duda), sino que primen a aquellas empresas que hacen más por el conjunto del sector y ahí sí me parece que el grado de implicación de los actores del país es un factor a considerar.

Porque, en definitiva, lo que una ley puede regular no es ni la nacionalidad de una industria transnacional por definición, ni la calidad del cine que haremos, sino los instrumentos de que se dota el Gobierno para impulsar la creación cinematográfica en España (y no sólo la industria del cine).

Ahora que ha caído Calvo, tras la aprobación de tan polémica ley (mientras Richard Serra termina de componer la copia de la escultura que un día hizo para el Reina Sofía y que se encuentra “desaparecida”, según denunció en su día la propia ex ministra), cabe preguntarse hacia dónde avanzará su sucesor Antonio César Molina, que llega al ministerio después de tres años como director del Instituto Cervantes marcados por la expansión, geográfica y de prestigio, del centro.

¿Y que tiene esto que ver con el kitsch y lo cursi? Seguramente nada, a no ser que uno considere kitsch esa pretensión que por momentos lució Calvo de subrayar el carácter cultural de la moda española luciendo en actos y eventos de guardar modelos de modistas y modistos prestigiosos. El concepto de lo kitsch como copia trivializada de un estilo artístico superior parece superado en una época donde los creadores adoran jugar con la semántica ambigua del lenguaje mediático y digital, donde el concepto original versus copia carece por completo de sentido. Como tampoco tiene sentido la distinción de Adorno entre la alta cultura y lo kitsch (identificado de forma genérica con lo popular) cuando popularizar la cultura se ha convertido en el mantra de todas las políticas locales, estatales y globales.

Hoy el valor de una exposición raramente se mide por los nuevos argumentos racionales y estéticos que nos aporta la confrontación de determindas obras, la exhibición de aspectos ocultos que así se desvelan (o eso interesa sólo a una minoría); lo que se valora es el número de personas que pasaron por allí, sea cual sea el grado de comprensión de la tesis expositiva, si la hubo (algo, por otra parte, muy difícil de medir).

Ver una obra de arte que admiras es una experiencia extraordinaria, porque por buena que fuera su reproducción, por interesantes que fueran los ensayos que sobre ella leíste, su presencia te descubre aspectos nuevos e ignorados (tanto más si se trata de una escultura o de una instalación). Pero ese contacto, impagable si se lleva a cabo sumido en el maravilloso silencio de un museo cerrado, por ejemplo, resulta casi imposible y, desde luego, de lo más prosaico e incluso desagradable, cuando se mantiene rodeado de cientos de personas que te presionan por todas partes.

Del mismo modo que lo hace el público en una sala de exposiciones, la información cultural también te empuja por todos lados, pero si bien han mejorado los mecanismos que aportan cantidad (especialmente Internet y las tecnologías móviles), flaquean los que te orientan sobre la relevancia. Por decirlo de otro modo: acarreamos ingentes cantidades de información cultural sin hacer mucho con ella. Bueno, quizás este sólo sea un problema personal (me falta tiempo y presupuesto para hacer y ver todo lo que me interesa).

Seguiré pensando en lo cursi, a ver si aprendo algo.