Acabo de leer una interesante discusión entre internautas sobre unos supuestos intentos de Sarah Palin de retirar libros de la biblioteca pública “por su lenguaje inadecuado” cuando era la alcaldesa de la ciudad de Wasilla (Alaska), cargo que ocupó entre 1998 y 2000. La noticia fue publicada por la revista Time y reproducida en el blog Contemporary Literature. Curiosamente, buena parte del debate se centra sobre la veracidad de la lista de libros que, aparentemente, Palin quiso prohibir, dado que en ella se incluyen los cuatro primeros títulos de la serie protagonizada por Harry Potter y hay un baile de fechas sobre las ediciones americanas que, para muchos, demuestra que la acusación no es verosímil. Sin entrar en la lista de obras, el Time da por hecho que las presiones sobre los bibliotecarios existieron.
Lo cierto es que, más allá de lo lamentable que resulta la mera posibilidad de que una candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos pueda estar a favor de prohibir libros en una biblioteca pública, el artículo del Time es sólo aparentemente crítico, ya que acaba reconociendo que las acciones de Palin como responsable política local no eran más que la punta del iceberg de un creciente conservadurismo que se ha ido extendiendo por toda la comarca y por toda Alaska. Incluso detalla que, en temas como el aborto o las bodas homosexuales, a los que Palin se opone duramente y sin resquicios, su competidor en la carrera electoral para ser gobernadora de su Estado mantenía posturas tan conservadoras como ella, y que lo que la diferenciaba claramente era el compromiso de Palin contra la corrupción y el nepotismo galopante de la Administración de Alaska. O sea, más o menos lo mismo que ahora, en que el principal mérito que parece aportar a la candidatura republicana es su no pertenencia al stablishment de Washington, combinada con un estilo directo y franco que le permite contrarrestar el efecto de la magnífica oratoria de Obama.
Hay que reconocerle a Palin que tiene habilidad para las metáforas contundentes (lo del pitbull con pintalabios fue genial), pero a mí me pone un poco nerviosa que los medios de todo el mundo le sigan el juego en esto de que es como una madre de familia americana cualquiera metida en política, porque eso está lejos de ser verdad. Es posible que muchas madres americanas, puestas a parecerse a alguien, puedan identificarse más fácilmente con Palin que con la melíflua pijita entrada en años que es Hillary Rodham Clinton (¿se han dado cuenta que, como candidata, nunca recordó al mundo su apellido de soltera, cosa que no paró de hacer como primera dama?). Pero de esto a considerarla el prototipo de la madre americana (“Una americana ‘normal'”, titulaba La Vanguardia al día siguiente de la presentación del ticket republicano) va un trecho.
Aunque también puede ser que a mí no me emocione tanto como a algunos hombres periodistas ver que una madre de cinco hijos (incluida una adolescente embarazada y su novio con cara de espanto) no sólo tiene pañales y pasteles de manzana en la cabeza. La fascinación adivinada en tantos artículos por las cicunstancias familiares de Palin (que desgraciadamente tapan su radicalismo conservador) me recuerdan el comentario de una columnista sobre una entrevista que no leí a la pepera Cospedal, en la que al parecer el redactor consumía la mitad del espacio preguntándole por la inseminación artificial a la que se sometió.
Es verdad que en muchas candidaturas políticas femeninas sigue pesando mucho lo simbólico, en el show business norteamericano y aquí, pero siempre esperamos de los analistas que sepan ir más allá de las apariencias.
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