Sí, lo sé. Parece el título de una confesión, pero en realidad es el título de una reflexión que deseo compartir. Me pregunto con frecuencia de qué material están hechos nuestros fracasos afectivos: ¿de miedo? ¿de incomprensión? ¿de circunstancias insalvables? Pero, sobre todo, me fascina percibir cómo debajo de los olvidos aparentes, de las “relaciones superadas”, palpitan los sentimientos. Puede que algunas personas sean capaces de hacerlo, pero, por lo general, no se arranca uno el corazón y lo guarda en el cajón de la mesilla de noche cuando las historias terminan. En realidad, las historias no terminan nunca, porque uno sale de ellas siendo una persona distinta a quien inició aquella relación.
Aunque también es posible que ciertas personas, de temperamento romántico, exageremos más. Cabe pensar que no somos tantos quienes sentimos una punzada en el estómago cuando la vida nos pone de nuevo sobre la carretera que lleva a su casa, cuando en la calle nos cruzamos con alguien que usa su misma colonia, cuando el eco de una canción nos transporta a otros tiempos.
Hay odios militantes que sólo se explican por la pervivencia de unos sentimientos que no se pueden controlar; despecho patológico que sólo puede nacer de un amor enfermizo.
Pero entre todos los amores secretos los más estimables son, sin duda, los inconfesables. Tan inconfesables, a veces, que ni nosotros mismos nos atrevemos a reconocerlos. ¿Estimables por qué, me diréis? Porque llenan de luz los resquicios grises de nuestras vidas. En esos recovecos se esconden esa injustificada insistencia por ir siempre a tomar el café con aquel compañero de trabajo; las miradas furtivas, fuera de guión, entre ese médico y esa paciente que coincidieron en una sala de hospital; la amable displicencia con que dos vecinos alargan el paseo del perro o el momento de recogida de los níños en el cole. Casi nunca pasa nada (o quizás sí y no nos enteramos), pero a veces nos alcanzan las chispas de corriente y una, sin ser consciente de por qué, se levanta más alegre por la mañana.
Hay que tener, por lo menos, un amor secreto, y no sirven ni el trabajo, ni el partido, por muy militante que se sea. Amar secretamente a un ser inalcanzable y sublimarlo en arte (que no debe ser precisamente la composición de sonetos románticos, no seamos cursis): ese es mí sueño (esta semana).