Leo en el Diari de Terrassa una entrevista con mi amigo Juli Soler —copropietario con Ferran Adrià del restaurante El Bulli— y me sorprende su sinceridad, valor tan escaso en nuestros días, en los que hasta el propio medio donde se publica la crónica celebra [sólo] su 30 aniversario, haciendo tabla rasa con su pasado de diario franquista (con yugo y flechas en su cabecera incluidos).
Explica Juli sus experiencias de juventud con las drogas y habla sin ambagues de la importancia que tuvo el LSD en la evolución del rock & roll. Hoy, cuando muchas personas públicas parecen querer olvidar qué fueron y cómo fueron en su juventud, en tiempos donde quien más quien menos hace apostolado de correción política (excepto cuando se trata de soltar exabruptos contra el adversario político), me parece loable que alguien evoque sus orígenes sin avergonzarse de ellos. Trazamos nuestra trayectoria a base de pequeñas decisiones, que nos sitúan en uno o determinado camino, y nos hacen evolucionar, aunque, al final, lo que más cuenta, es nuestra voluntad.
La sinceridad mostrada por Juli en la entrevista de su ciudad natal —donde pocos recordamos ya al chico que vendía discos en Transformer o que los pinchaba en Cerebrum— es similar a la que evidencia en el artículo Un rocker en Montjoi, en el que narra (en la web y en el libro sobre el restaurante) su llegada a la dirección del restaurante entonces propiedad de Hans i Marketta Schilling. Otro hubiera construido una historia personal de intensa dedicación juvenil a su pasión por la gastronomía y bastos conocimientos que le habrían hecho alcanzar la dirección del restaurante; Juli —cuya pasión y saber gastronómico de entonces me constan— escribe, humildemente, que al llegar a El Bulli “mi experiencia en el arte del buen comer y beber, incluidos mis conocimientos del oficio, no estaban a la altura”.
Lo dicho, tal como está el patio, resulta admirable.