Decía el otro día que los humanos somos gente rara, porque nos sentimos irremediablemente atraídos por la violencia. Y no sólo como espectadores que subliman sobre un cuadrilátero, o en un campo de fútbol, o en la pantalla de un televisor unes deseos que no siempre somos capaces de confesar. Nos sentimos atraídos a ejercer la violencia y, lo que es más extraño, nos sentimos atraídos a someternos a ella.
Y no estoy hablando aquí de “víctimas culpables”. Nadie merece ser golpeado porque no sepa (o no pueda) separarse de su verdugo. No, hablo de quienes se sienten atraídos por el dolor, por el perverso placer del dolor.
Resulta difícil entender cómo funcina ese mecanismo mental que nos convierte en masoquistas, pero cuando uno repasa los valores de nuestra cultura se da cuenta de que hay pequeñas “píldoras” de dolor insertas en nuestra formación. El resto de los mamíferos nacen de pie, pero nosotros nos arrastramos y aprendemos a caminar a fuerza de golpes, contra el suelo, contra las paredes. El dolor es, para casi todo, la frontera de nuestro aprendizaje: corremos hasta que nos ahogamos, acercamos la mano al fuego hasta que nos quemamos, confiamos en las personas hasta que nos hieren. ¿Pero que pasa si vamos más allá? Si aguantamos la mano sobre la llama, o seguimos corriendo hasta caer agotados. Nuestra cultura nos llama ‘valientes’, a veces ‘héroes’, siempre y cuando, eso sí, ese dolor tenga un sentido. Como en Maratón, el sacrificio debe valer, al menos, una batalla. Sin embargo, una vez traspasado el límite, no siempre tenemos una épica que venga a rescatarnos.
Cuando se traspasan los límites del propio cuerpo, la diferencia entre el masoquismo y la heroicidad sólo subyace en la intención, en el sentido; eso es, en el lenguaje, justo aquella capacidad humana que nos permite trascender las limitaciones de nuestro propio cuerpo. ¿Quién soy yo, sentada al otro extremo de la línea que dibuja las letras de estas palabras? ¿Un cuerpo transgredido, una voz incorpórea? La idea de la transgresión de los límites del cuerpo me hace pensar, en mi propio debate interno, sobre el arte contemporáneo. No, no hablo sólo o especialmente de body art, que también, sino de unas imágenes y unos objetos que sólo son arte por la intención de quien se dice artista y los sitúa en medio de un espacio que deviene artístico porque se constituye con la voluntad de serlo.
Si el arte románico y el gótico fueron el arte de la narración, si el Renacimiento fue el arte de la belleza (y el Barroco el de la belleza convulsa y hastiada de sí misma), si el Clasicismo y el Romanticismo fueron el arte de la huída y el sueño, si Impresionismo, Cubismo, Expresionismo… fueron el arte de los espejos rotos, de un ser humano que se mira a sí mismo y a su obra y es ya incapaz de verla de una pieza, se le descompone en colores y formas y no para de preguntarse cómo llegó hasta aquí… desde hace ya algunos años (abstracción, land art, performances, conceptual, povera…) vivimos inmersos en el arte de las intenciones. Nada ‘es’ por si mismo, sino por lo que el autor (con frecuencia, simple coleccionista de objetos) quiso que fuera. En cierto modo, hemos vuelto al Románico, pero ahora es mucho más difícil saber cuál es la historia compartida que nos están explicando.
La globalización ha roto la linealidad, todo es simultáneo, ya no hay un antes y un después. Las máscaras africanas ya no son un rastro del ancestro cuyas formas nos permiten explorar nuestro futuro reflexionando sobre nuestro pasado común de formas puras e intenciones simples (comer, amar, reproducirse): ahora las máscaras son souvenirs, tan triviales como los neones de nuestras calles ahitas de hamburguesas grasientas y aburrimiento. Ya no hay épica. Sólo nos queda el masoquismo.