Somos lo que decimos

Escribía el otro día en mi libreta de tren —esa que llevo en el bolso siempre y que lleno de garabatos cuando me toca esperar más de diez minutos— que ahora en mi profesión (la comunicación corporativa) se habla mucho de emociones. Todos los publicistas te cuentan que para conectar con el público lo que hay que hacer es hablar a su corazón y no a su cabeza. Pero a mí, todo eso, me parece algo manido y vacío de contenido, algo así como confundir la feminidad con vestirse de rosa y ponerse blusa con volantes.

Me interesa mucho más el poder de las palabras para construir nuevas realidades, para imaginar futuros. Nombrar las cosas es darles vida, y nombrar nuestros ideales es el primer paso para alcanzarlos y hacerlos realidad. La palabra justicia es sin duda anterior a su aplicación real a la vida de las personas —tan precaria aún hoy, cuando la injusticia se ceba sobre millones de seres humanos— y muy anterior a que ese valor se asentara como base de la sociedad.

En este sentido, me ha parecido estupendo el ejemplo que ponía Manuel Rivas hoy en su columna:

“Cuando Ramón y Cajal decidió adentrarse en el estudio del cerebro humano, no dijo para la ocasión: ‘¡A ver cómo anda el tarro!’. Escribió: ‘Sentía yo entonces vivísima curiosidad por la enigmática organización del órgano del alma’. Formulado así el asunto, las neuronas se le mostraron en toda su elegancia.”

No podía ser de otro modo. ¿Quién podía ver más claras las huidizas sinapsis que aquel que sabía tejer con los sutiles e invisibles hilos de la emoción la descripción de una investigación científica?

La emoción de los publicistas es otra cosa. Es como el caramelo que das al niño para hacerlo feliz, con una felicidad rápida y sin complicaciones. Los caramelos están bien, pero en exceso producen caries.