Retorno

Llevaba meses sin escribir aquí y ahora lo hago porque después de pelearme con la técnica denodadamente he conseguido que funcione mi router inalámbrico y, por fin, puedo escribir en mi portátil sentada en mi cama. Parece un poco infantil, pero era un sueño que tenía: poder llevarme el ordenador a cualquier parte de mi casa y escribir allí donde me apetezca. Estoy contenta, además, porque creía que una máquina me había vencido y, al final, he vencido yo. Resulta que tengo el ADSL de Telefónica, pero me compré un router inalámbrico más económico que el que ellos ofrecen, lo que me ha supuesto una total falta de colaboración por parte de su servicio de asistencia a la hora de poner en marcha el dichoso aparatito. Ya me lo dijo una de esas voces amables: “es que si no es de Telefónica, no sé como funciona, porque aquí sólo me vienen las instrucciones para los nuestros”.

Bien está lo que bien acaba, me digo en estos casos. Y ahora ya puedo navegar en pijama, y leer mis correos arrebujadita bajo la manta, si quiero. Ahora quizás encuentre el momento de hacer esos comentarios que quedaron negligentemente colgados en algún ataque de sueño que me apartó de la pantalla, comentarios, decía, sobre mujeres y política, o sobre las promesas electorales de los presidenciables estadounidenses, de entre los que saldrá nuestro próximo Tío Sam (¿o será una ya muy improbable tía Hillary?). Quizás debería también hablar de agua (de la que ahora mismo cae y de la que alguien quiere traer a Barcelona desde el Ebro). Podría hablar no sólo de la falta de cumplimiento de promesas que movilizaron a media Cataluña hace cuatro años, sino también de torpeza política, de esa que si fuera una película se titularía ‘De cómo resolver la sequía destapando la caja de los truenos’, o incluso mejor ‘Baltasar, el hombre que se buscó 30.000 enemigos por llenar la piscina de algún amigo’. Bueno, puedo escribir en la cama, pero a unas horas más decentes ¿no?

Hibernando

Quince días de año nuevo, y yo sin escribir una línea. Algo no va como debería. Y hoy me siento tan profundamente triste que me gustaría ser un oso para poder hibernar hasta pasadas las elecciones. ¿Me entristece la política? No, en absoluto. La verdad es que el enfrentamiento Hillary-Obama me tiene absolutamente absorbida en mis lecturas matutinas y lo sigo con renovado interés.

Seguro que es algo hormonal. Hace años que llegué a la conclusión que, con Bush en el poder, y esa especie de hedonismo desesperanzado, posibilista, instalado el alma de todos quienes deberían presentar alternativas, lo único que empeora (o se recupera), semana a semana, es mi percepción. ¿Cómo lo decía aquel amigo? Un “entusiasmo desencantado”. Será eso, o que tengo un presupuesto demasiado apretado para ir de rebajas.

Y, mientras, el COE poniéndole letra a los himnos (una marcha militar, no lo olvidemos), y Rajoy fichando al adalid del anticatalanismo empresarial (Pizarro, nombre de heroico conquistador) como futurible vicepresidente económico.

Lo dicho, quiero hibernar como un oso.

Servicio público

Como este es un blog bilingüe, me planteaba escribir esta entrada en catalán. Esa es la lengua en la que me cabreo de forma natural, y este texto es fruto de un cabreo. Ayer intenté hacer su primer DNI a mis hijos y mi pasaporte, pues el viejo lleva caducado casi un par de años y mi trabajo me exige tenerlo en regla. A mis hijos aún les falta un poco para la alcanzar la edad en que el carnet de identidad es obligatorio, pero se trata de un documento imprescindible si quieres viajar con ellos fuera de España, como lo es mi pasaporte para ir más allá de Europa. Esa norma no la hemos puesto los ciudadanos, la han establecido los Estados, y por eso me resulta tan difícil comprender por qué nos ponen tantas dificultades para cumplir con aquello que no es más que nuestra obligación; trabas surgidas de una función pública que, con frecuencia, olvida que antes que otra cosa es un servicio, es decir, que el trámite que gestiona no es un servicio de los ciudadanos al Estado, sino del Estado a los ciudadanos.

¿Que por qué estoy tan enfadada? Porque, en mi ciudad, la única comisaría de la Policía Nacional que ofrece ese servicio tiene estos días de vacaciones a dos tercios de sus funcionarios (public servants les llaman los ingleses: me gusta esa nomenclatura, porque las palabras prefiguran siempre la realidad). En consecuencia, los 200 números que se suelen repartir cada mañana para que otras tantas personas sean atendidas en ocho mostradores han quedado reducidos a 60 números y el personal, a dos funcionarios. Como, además, a la desidia organizativa se le une siempre el absurdo del comportamiento humano colectivo, aunque el servicio no abre hasta la 8:30h, hay ciudadanos y ciudadanas haciendo cola en la calle, a una temperatura de cinco o seis grados, desde la siete de la mañana, con lo que en cosa de 15 minutos se extingue cualquier posibilidad de ser atendido ese día (y,naturalmente, a nadie se le ocurre repartir números para los días siguientes, porque en este país hacer cola es un suplicio colectivo que nadie puede soportar que su vecino se ahorre).

Todos los trabajadores tienen derecho a sus vacaciones, y no voy a ser yo quien diga que no es también así para los funcionarios del Ministerio del Interior, pero los responsables de un servicio público tienen la obligación de poner más medios (y no menos) cuando hay más demanda, y resulta evidente que, para muchas personas, tiene más sentido cumplir con su obligación aprovechando los días de vacaciones navideñas que tener que perder un día de trabajo o, como en mi caso, hacerles perder a sus hijos un día de colegio. Porque, no lo duden, será un día entero: desde que a las siete empiece a hacer cola hasta que, con suerte, sobre la una de la tarde, si no más tarde, termine la gestión.

Me imagino que al comisario y al director general de turno eso se la trae al pairo, pero a mí no me cabe en la cabeza que en pleno siglo XXI haya que helarse en la calle en pleno invierno, bajar la productividad o perderse contenidos académicos para cumplir con una obligación cívica. Y eso, en la séptima u octava potencia económica del mundo. Puede que al comisario y al director general ni les haga cosquillas, pero, si yo fuera el ministro Rubalcaba, se me caería la cara de vergüenza.

¿Y qué haría yo? Pues lo mismo que han hecho en muchos sitios, que no en todos, la Seguridad Social y la Administración Tributaria: usar la informática con raciocinio e introducir el sistema de citas concertadas. Yo quiero hacerme el pasaporte y tramitar el DNI de mis hijos, pues presento una solicitud vía Internet o por teléfono, una vez tengo todos los papeles necesarios para ello, y se me da día y hora para atenderme. Llego puntual, tramito mi documentación en unos minutos, pago mis tasas y a otra cosa mariposa. Sin largas colas de personas nerviosas en las puertas de las comisarías, sin salas de espera atestadas, sin pérdidas de productividad y de escuela. Es una idea, y la vendo gratis (ni se imaginan lo que cobrará el asesor que les explique a los de Interior cómo hacerlo).

Navidad

Navidad, Navidad, dulce Navidad… Qué día tan extraño este en que se come, se bebe, se reúne uno (una) con la familia más por obligación que por devoción, aunque estoy segura de que, se admita o no, les resulta mucho más duro pasar la jornada a aquellos que no tienen ni una familia, ni obligaciones, a aquellos a quienes nadie apremia para que coman un canelón más, una gambita más, un trozo más de turrón, un roscón de vino…

Sí, es cierto, allí están aquel tío tan pesado que cada año nos cuenta los mismos chistes y aquella prima engreída que sólo abre la boca para pasarnos por las narices su cocina nueva, su coche nuevo, el abrigo que le ha regalado ese marido al que acaban de ascender (de seguir así, pronto va a salirse por la azotea del despacho, piensas). Pero también están tus hijos y tus sobrinos, que se retan a ver a quien le caben más patatas fritas en la boca, y más que comer juegan con el entremés, mientras sus hermanas se enseñan la colección de pinzas para el pelo, o el top que les ha echado Papa Noel.

Los niños se ríen mucho en estas fiestas. Porque nos toman el pelo y nos imponen la dictadura de sus deseos incluso cuando las notas han sido mediocres o su comportamiento discutible. Uno puede quedarse sin recompensa de fin de curso, pero cómo podríamos dejarles sin sus regalos de Santa o de los Reyes Magos. Ellos aprenden rápido que no deben sentirse amedrentados por alguien que les amenaza con mandarles a la cama sin cenar, si se portan mal, cuando el día antes les hemos amenazado con dejarles sin TV si no se terminan la cena. Además, nuestro hijos están sobrealimentados y sobrerregalados, o dicho de otro modo ni temen al hambre de la cena perdida, ni les inquieta un juguete menos (a estas alturas, lo difícil es que algún abuelo o tío no repita juguete y que los coches, motos, muñecas, juegos didácticos varios, etc. lleguen a abandonarse por exceso de uso más que por mero aburrimiento). Pero aun así, a los pequeñajos les encanta romper papeles de colores, e incluso más ver su nombre escrito sobre un montón de cajas, aunque luego su contenido sea trivial, convencional o baladí.

Yo soy como esos niños. Por eso estoy tan contenta con la tortuga de bisutería y el paté de setas que me han tocado hoy en suerte. Me han sabido a gloria el cava y las neules (barquillos), y aún más la cara de felicidad de mi sobrina de tres años con su bolsita de estrellas y peces que brillan cuando los agitas. Me ha costado mi tiempo aprender a ser feliz con esas cosas tan simples, y por eso quiero compartirlo con todos vosotros. ¡Feliz Navidad!

Doblarse o romperse

En la novela de Amín Maalouf, León el Africano, la madre del protagonista le relata la muerte de su padre diciéndole que, ante las adversidades, “las mujeres se doblan y los hombres se quiebran”. Puede que sí, que, en general, nosotras tendamos a adaptarnos mejor a las situaciones difíciles, porque el instinto de supervivencia de la prole nos ha dotado de algo más de sentido práctico y porque una historia de secular marginación nos ha preparado para tragarnos el orgullo cuando hace falta. Pero las mujeres también se rompen, ya lo creo que sí. Se rompen en mil pedazos por dentro, aunque luego sepan rehacer su vida como un mosaico hecho de fragmentos informes de pasado, de sueños, de experiencias. A veces.

Me ha impresionado —quizás porque acababa de parir el pensamiento que me ha sugerido la frase de la madre de León el Africano— la noticia del suicidio de una mujer joven, de 42 años, después de haber matado a sus hijas, de 4 y 9 años. ¡Cuánto dolor tiene que sentirse para no poder dar un día más de vida a tus propios hijos! ¡Qué vacía debe estar la propia alma para no poder encontrar un calor reconfortante en el abrazo de esos pequeños brazos y sentirlos, en cambio, como una soga que jala de ti hacia abajo, abajo…!

Confieso que alguna vez he sentido el vértigo del desánimo cuando al sonar el despertador, a las siete de la mañana, he visto ante mí una jornada ya agotadora sólo en su arranque, y esa especie de vacío en el estómago que te produce pensar que esa no es tu vida, que nunca pensaste que tu cotidianidad sería esa soledad preñada de responsabilidades. (Probablemente, todavía no he sabido componer un mosaico con los trozos rotos de mi vida.) Sin embargo, lo que me mantiene atada y condiciona todos mis pasos y decisiones, la fuente de mis miedos y mis angustias, mis hijos, son al mismo tiempo mi ancla de cordura. ¿Cómo podría, ni siquiera en sueños, hacerles daño?

Me gustaría tener el talento necesario para meterme en la piel de esa mujer desesperada y entenderla. Imagino la angustiosa sensación de estar rodando abajo por una empinada pendiente, o quizás la infantil ensoñación de que más allá del profundo sueño de una muerte dulce las tres podrían volver a reunirse con el hombre muerto… la fe haciendo verosímil un sueño…

He pensado mucho en la mujeres fuertes, esas que se levantan una y otra vez —por deber y empeño más que por valentía— cada vez que la vida las golpea, pero siento una ineludible fascinación por las mujeres débiles, aquellas que se rompen con el dolor como frágiles muñecas de porcelana, almas de cristal que estallan bajo presión e, incapaces de reconstruirse, se arrojan al fuego con todo lo que aman.