Mujeres y justicia

Vengo leyendo noticias inquietantes. En Afganistan, ante la indiferencia de los mandatarios del mundo (incluido Obama) acaba de aprobarse una ley que retrotrae la situación de las mujeres a la peor etapa del gobierno talibán. Así nos lo cuenta en El Pais Ángeles Espinosa en “¡Vuelven los talibanes!”, un artículo que pone los pelos de punta, porque nos recuerda lo vulnerables que son los derechos, tan duros de ganar, tan fáciles de perder cuando las sociedades, las potencias ponen prosaicos intereses por delante de los valores democráticos.

En otro periódico, El Mundo, nos cuentan como en ciertos periódicos israelíes se atreven a hacer desaparecer a las ministras de las fotografías del Gobierno y que además lo hacen por algo que ellos llaman “piedad” y que inspira al llamado movimiento ultraortodoxo jaredim. Para ellos, la piedad vendría a ser algo así como cierto decoro que no permite exhibir a las mujeres en fotografías y medios de comunicación, vamos algo así como el burka pero mediático.

Extrañas coincidencias entre ultras de todas las religiones, ideologías y rincones del mundo, cuyo gran objetivo parece ser borrar a la mujeres del mapa simbólica y físicamente. Se me ocurre, cuando pienso en ello, una razón práctica: sometiendo a las mujeres, sometes a poco más o menos la mitad de la población, con lo que eliminas buena parte de la competencia en términos de poder y patrimonio (porque dejémonos de misticismo, lo que hay aquí es pura lucha de poderes, ejercida en nombre de tradiciones y decencias varias, pero con consecuencias materiales muy concretas en cosas tan poco místicas como derechos de herencia y propiedad y acceso a los resortes del control social, desde la educación hasta el trabajo remunerado).

También es cierto, sin embargo, que planteado así, fríamente, como una mera estratagema para auparse al poder, los controles sociales y religiosos para someter a las mujeres habrían fracasado (algunas somos tontas, pero no suicidas). Y ahí es donde surgen la moral y ciertos códigos de valores, porque las leyes y las normas son insuficientes para el control social si no están interiorizadas, si sus valores no impregnan a los individuos y estos los asumen como propios, incluidas las propias víctimas. Los seres humanos nos rebelamos contra aquello que percibimos como impuesto, pero aceptamos aquello que consideramos natural, incluso cuando es injusto para una parte importante de la sociedad.

En mi niñez, recuerdo haber oído con frecuencia a las mujeres referirse al matrimonio (entonces totalmente indisoluble y único destino imaginable para una “chica decente”) como una “lotería” en la que, si estabas de suerte, tendrías una buena posición económica y un hombre que “no te pondrá la mano encima”. La violencia doméstica, entonces, sólo era noticia en medios como El Caso (donde aprendí el significado de “estupro”, porque ni siquiera ese semanario de sucesos usaba el término “violación”) cuando derivaba en homicidio o asesinato. Pero el resto del tiempo era “normal”, si en el sorteo de maridos habías tenido “mala suerte”, y se silenciaba detrás de un muro de convencionalismos y moralina de abnegación y sacrificio. Las mujeres, en ese tiempo (años 60 del siglo pasado) en España, no podían ni obtener el pasaporte ni abrir una cuenta en un banco sin la firma de su marido. Y eso se consideraba “normal”, o mejor dicho, lo consideraban normal una parte de las mujeres a las que no se había dado la posibilidad de tener otra perspectiva de la vida que la que dictaba el poder imperante católico-nacional-sindicalista.

Me gusta pensar que los derechos adquiridos por las mujeres en nuestra sociedad son no sólo incuestionables éticamente, sino que no hay vuelta atrás posible. Pero cuando veo la indiferencia ante situaciones como la de Afganistán (sólo Ángeles Espinosa recoge la noticia, sólo Soledad Gallego-Díaz la comenta en El País, no la he encontrado en otros medios), recuerdo El cuento de la criada, una novela de la canadiense Margaret Atwood que me impresionó hace años, porque plantea el hipotético surgimiento de un régimen autoritario en Estados Unidos, cuya primera medida para apropiarse del poder consiste en abolir el derecho de las mujeres a la propiedad privada, lo que incluye la intervención de sus cuentas corrientes bancarias. El patrimonio de esas mujeres (y la libertad individual de ellas mismas) queda bajo la supervisión de sus maridos, padres o hermanos mayores (¿no les suena?) que, si se niegan a obedecer las órdenes del nuevo régimen, son encarcelados y “sus” mujeres son internadas en centros especiales para ser “reeducadas”.

Sin entrar en los aspectos más truculentos de la ficción de Atwood (algunas mujeres son esterilizadas y destinadas a la servidumbre mientras otras son convertidas literalmente en animales de cría) lo que inquieta es la facilidad con la que unas cuantas medidas económicas perversamente utilizadas pueden derribar derechos adquiridos en una larga lucha de muchos años. Es ficción, desde luego, pero ahora que las calles se nos han llenado de carteles con cachorros de lince, vale la pena recordar que, si las leyes no son justas para todos y todas, la sociedad al completo sufre con ello.

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