Zona de guerra

La vida passa, però els sentiments es queden, a dins nostre, arrapats al cor, capa sobre capa de tels fins, quasi imperceptibles, que de vegades ens consolen amb el seu escalf i, a voltes, ens estrenyen tan fort que quasi bé ens ofeguen. La vida passa i passa el nostre temps esperant un tren que potser no passarà mai, o asseguts al vagó, mirant per la finestreta d’un tren que no sabem si ens porta on volíem anar, però que ens duu lluny de la vella estació on no volem ni podem tornar.

Penso en els sentiments silenciats i en els trens perduts mentre llegeixo una novel·la que parla d’amors impossibles i amagats, que travessen el temps en silenci, dissimulats entre la fidelitat, la companyonia i l’amistat, i que acaben per confessar-se a les portes de la mort, perquè un necessita deixar aquest món amb el cor net, esquinçar tots els tels que no han deixat bategar la passió.

And the mountains echoed, de Khaled Hosseini, no és una novel·la sobre amors secrets, però sí és una novel·la sobre l’amor —sobre les formes tan diverses que tenim d’estimar: entre germans, entre pares i fills, entre homes i dones, entre dones, entre homes…—, una novel·la que explora com tenim cura dels altres i com les decisions que prenem en fer-ho —de vegades a contracor, patint i provocant un gran dolor— marquen la nostra vida i la de famílies i pobles sencers durant generacions.

La major part de l’acció de la novel·la transcorre a l’Afganistan, al llarg de prop de 60 anys, entre 1952 i 2010. L’acció transcorre en zona de guerra, però Hosseini —escriptor nord-americà d’origen afganès que va canviar la medicina per la literatura el 2003, després de l’èxit de la seva primera novel·la, The Kite Runner— té la mestria d’explorar la vida que passa a les alcoves i als cors dels seus personatges sense deixar que els projectils i les bales que esbotzen els murs i els carrers li facin tremolar la mà. I no és que el conflicte no afecti els personatges, sinó que només és una de les moltes coses que els mouen, i sovint menys important que el desig, la por al fracàs, la tendresa, l’enveja, la solidaritat, l’orgull, la generositat, la ràbia, el sentit del deure, la frustració, l’amor…

La vida passa i els sentiments se’ns queden a dins, i esdevenen la llum a través de la qual mirem el món, el diapasó que vibra amb històries que ens semblen properes. Per això m’emociona l’amor de Suleiman per Nabi, l’amor inconfessable del senyor pel seu servent, un amor que es conforma amb la proximitat d’un passeig diari en cotxe i l’observació atenta del dibuixant que guarda sota clau els seus esbossos. Un amor impossible, com el de Nabi per Nila, la dona de Suleiman, a qui el criat seguirà esperant fins a la vellesa ignorant que porta 30 anys morta.

Amors creuats que s’il·luminen amb la frase que he repetit per a mi mateixa tantes vegades, tot esperant el tren que potser no arribarà: “Tu, sempre has estat tu. Ho saps, oi?”

 

Mujeres y justicia

Vengo leyendo noticias inquietantes. En Afganistan, ante la indiferencia de los mandatarios del mundo (incluido Obama) acaba de aprobarse una ley que retrotrae la situación de las mujeres a la peor etapa del gobierno talibán. Así nos lo cuenta en El Pais Ángeles Espinosa en “¡Vuelven los talibanes!”, un artículo que pone los pelos de punta, porque nos recuerda lo vulnerables que son los derechos, tan duros de ganar, tan fáciles de perder cuando las sociedades, las potencias ponen prosaicos intereses por delante de los valores democráticos.

En otro periódico, El Mundo, nos cuentan como en ciertos periódicos israelíes se atreven a hacer desaparecer a las ministras de las fotografías del Gobierno y que además lo hacen por algo que ellos llaman “piedad” y que inspira al llamado movimiento ultraortodoxo jaredim. Para ellos, la piedad vendría a ser algo así como cierto decoro que no permite exhibir a las mujeres en fotografías y medios de comunicación, vamos algo así como el burka pero mediático.

Extrañas coincidencias entre ultras de todas las religiones, ideologías y rincones del mundo, cuyo gran objetivo parece ser borrar a la mujeres del mapa simbólica y físicamente. Se me ocurre, cuando pienso en ello, una razón práctica: sometiendo a las mujeres, sometes a poco más o menos la mitad de la población, con lo que eliminas buena parte de la competencia en términos de poder y patrimonio (porque dejémonos de misticismo, lo que hay aquí es pura lucha de poderes, ejercida en nombre de tradiciones y decencias varias, pero con consecuencias materiales muy concretas en cosas tan poco místicas como derechos de herencia y propiedad y acceso a los resortes del control social, desde la educación hasta el trabajo remunerado).

También es cierto, sin embargo, que planteado así, fríamente, como una mera estratagema para auparse al poder, los controles sociales y religiosos para someter a las mujeres habrían fracasado (algunas somos tontas, pero no suicidas). Y ahí es donde surgen la moral y ciertos códigos de valores, porque las leyes y las normas son insuficientes para el control social si no están interiorizadas, si sus valores no impregnan a los individuos y estos los asumen como propios, incluidas las propias víctimas. Los seres humanos nos rebelamos contra aquello que percibimos como impuesto, pero aceptamos aquello que consideramos natural, incluso cuando es injusto para una parte importante de la sociedad.

En mi niñez, recuerdo haber oído con frecuencia a las mujeres referirse al matrimonio (entonces totalmente indisoluble y único destino imaginable para una “chica decente”) como una “lotería” en la que, si estabas de suerte, tendrías una buena posición económica y un hombre que “no te pondrá la mano encima”. La violencia doméstica, entonces, sólo era noticia en medios como El Caso (donde aprendí el significado de “estupro”, porque ni siquiera ese semanario de sucesos usaba el término “violación”) cuando derivaba en homicidio o asesinato. Pero el resto del tiempo era “normal”, si en el sorteo de maridos habías tenido “mala suerte”, y se silenciaba detrás de un muro de convencionalismos y moralina de abnegación y sacrificio. Las mujeres, en ese tiempo (años 60 del siglo pasado) en España, no podían ni obtener el pasaporte ni abrir una cuenta en un banco sin la firma de su marido. Y eso se consideraba “normal”, o mejor dicho, lo consideraban normal una parte de las mujeres a las que no se había dado la posibilidad de tener otra perspectiva de la vida que la que dictaba el poder imperante católico-nacional-sindicalista.

Me gusta pensar que los derechos adquiridos por las mujeres en nuestra sociedad son no sólo incuestionables éticamente, sino que no hay vuelta atrás posible. Pero cuando veo la indiferencia ante situaciones como la de Afganistán (sólo Ángeles Espinosa recoge la noticia, sólo Soledad Gallego-Díaz la comenta en El País, no la he encontrado en otros medios), recuerdo El cuento de la criada, una novela de la canadiense Margaret Atwood que me impresionó hace años, porque plantea el hipotético surgimiento de un régimen autoritario en Estados Unidos, cuya primera medida para apropiarse del poder consiste en abolir el derecho de las mujeres a la propiedad privada, lo que incluye la intervención de sus cuentas corrientes bancarias. El patrimonio de esas mujeres (y la libertad individual de ellas mismas) queda bajo la supervisión de sus maridos, padres o hermanos mayores (¿no les suena?) que, si se niegan a obedecer las órdenes del nuevo régimen, son encarcelados y “sus” mujeres son internadas en centros especiales para ser “reeducadas”.

Sin entrar en los aspectos más truculentos de la ficción de Atwood (algunas mujeres son esterilizadas y destinadas a la servidumbre mientras otras son convertidas literalmente en animales de cría) lo que inquieta es la facilidad con la que unas cuantas medidas económicas perversamente utilizadas pueden derribar derechos adquiridos en una larga lucha de muchos años. Es ficción, desde luego, pero ahora que las calles se nos han llenado de carteles con cachorros de lince, vale la pena recordar que, si las leyes no son justas para todos y todas, la sociedad al completo sufre con ello.

El 2009 de Obama

Abundan estos días en la prensa artículos que compendian, no sin cierto pesimismo y escepticismo, los retos que deberá afrontar Barak Obama cuando tome posesión de su cargo como flamante presidente de los Estados Unidos el próximo 20 de enero. El escepticismo no se basa en la falta de capacidades del político, sino en el exceso de expectativas que varios analistas coinciden en ver puestas sobre él. Así lo señalaba el pasado domingo Paul Kennedy en El País, cuando afirmaba que “el equipo de Barak Obama, por muy listo, experimentado y maravilloso que sea, no puede satisfacer todas las esperanzas que han depositado en él todos esos estadounidenses alegres pero ansiosos” y hoy mismo Miguel Ángel Bastenier nos advertía desde las páginas de ese periódico que la opinión pública internacional, pero sobre todo la europea, “pone el listón tan desconsideradamente alto que el primer problema del entrante será que ninguna mejora llegará tan rápida ni tan dramáticamente como para que el mundo se sienta compensado por lo que deja atrás”.

Bueno es que se pida prudencia respecto a los cambios que todos esperamos que conjure una actitud nueva de Estados Unidos en la arena internacional y otra forma de administrar internamente un país cuyos problemas nos afectan a todos, como ha puesto dolorosament en evidencia la actual crisis econímica. Otra cosa es el pesimismo que surge del análisis de la agenda política que tiene delante Obama, ese “esto es lo que hay” de Kennedy, en el que da por descontado que temas como las relaciones de EEUU con Latinoamérica, África y Europa quedarán relegadas a un segundo plano por los temas urgentes: China, Rusia, el sur de Asia y los países árabes. Como presupone que en este panorama, y ocupado por asuntos internos como la respuesta a la crisis financiera, poco o nada se ocupará de la ONU y de las necesarias reformas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

No es nada descabellado pensar que dar una salida razonable a la ocupación de Iraq o afrontar los problemas de la intervención en Afganistán van a ser las máximas prioridades del nuevo presidente desde su toma de posesión. Y seguramente es cierto, como afirma Paul Kennedy, que Estados Unidos no está en disposición de enviar 250.000 soldados a África durante los próximos 10 años para acabar con los conflictos armados del continente. Pero es que el cambio que, al menos algunos, esperamos de Obama es que deje de pensar en la acción internacional de su país sólo en términos de intervención militar o, como también sugiere Kennedy, en una imposición de reglas comerciales a la medida de sus intereses. No se trata de seguir actuando de una forma prepotente y arrogante pero con unos objetivos más humanitarios que los que haya estado persiguiendo George W. Bush y su Administración. Se trata de cambiar las reglas del juego, incluso de cambiar de juego y, sobre todo, de jugadores.

¿Puede la nueva Administración norteamericana plantear unas nuevas relaciones con Rusia sin construir un nuevo marco de relaciones con Europa y la Unión Europea? ¿Puede Obama dejar en un segundo plano de su política internacional las relaciones con una potencia emergente como Brasil que está asumiendo un claro poder de liderazgo en América Latina? ¿Puede el mundo entero, con Estados Unidos a la cabeza, dar respuesta a conflictos como los de Iraq, Afganistán o Palestina sin reforzar un multilateralismo que podría tener en la ONU un instrumento útil si se emprenden las necesarias reformas? Al fin y al cabo, este organismo podría ser un magnífico foro para ese diálogo con todos que el propio Obama ha declarado que quiere que sea piedra de toque de su política internacional.

El mismo día 26 y también en El País John Carlin recogía unas palabras del comentarista político de The Nation William Greider que parecían dirigidas al análisis de Paul Kennedy. Según Greider, diplomáticos y columnistas son claros ejemplos del sentimiento de “manifiesta superioridad” común a la mayoría de norteamericanos y que les hace sentir “que somos la mejor esperanza para el mundo, de que nuestro papel natural consiste en dirigir el destino del planeta”. Si como espera Greider, y con él medio mundo, Obama es capaz de cambiar esto y dotar la acción internacional de su Gobierno de humildad, además de firmeza, las cosas pueden cambiar bastante (aunque el silencio ante la masacre israelí en Gaza no sea, como se ha apuntado ya, un buen indicio inicial).

El largo y detallado perfil que Carlin traza del presidente electo de Estados Unidos alimenta más si cabe las expectativas, al subrayar la gran seguridad que Obama tiene en sí mismo y en sus convicciones, y su gran capacidad para escuchar y para rodearse de personas más preparadas e incluso más inteligentes que él. Vale, quizás no lo consiga cambiar todo en pocos meses, pero seamos serios, con McCain y Palin habríamos tenido muchas más razones para el escepticismo y aún más para el pesimismo.