Vacaciones (1)

El viernes empecé mis vacaciones y, aunque me había propuesto hacer cuando menos una entrada diaria, arranco tarde esta serie de reflexiones veraniegas. He estado entretenida montando un pequeño video casero sobre el western en el que participaron mis hijos en el club donde aprenden a montar a caballo, pero también disfrutando de la lectura pausada de novelas y periódicos, que es algo que durantge el curso no siempre puedo hacer con la asiduidad y la tranquilidad que quiero.

En esas lecturas me he encontrado con un par de artículos sobre un tema al que he estado dando bastantes vueltas en los últimos meses: mujeres y poder. Como recuerda Joana Bonet en La Vanguardia, el empeño de Rodríguez Zapatero por un gobierno paritario y la apuesta de Rajoy por la renovación del PP y su distanciamiento de etapas precedentes, han propiciado que las mujeres alcancen en nuestro país cuotas de poder político sin precedentes en nuestra historia. Más allá de nuestras fronteras, la confrontación Clinton-Obama por la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos ha favorecido también la reflexión sobre sexo y poder. Yo, como muchos otros, también me he preguntado hasta qué punto el sexo de Hillary determina formas concretas y quizás distintas de hacer política, y hasta qué punto eso podía influir (para bien o para mal) en su elección.

Al final, si el sexo de Hillary tuvo alguna influencia, está claro que fue más bien negativa, porque perdió su candidatura. Y no me atrevería a asegurar, aunque otros son menos prudentes que yo, que su condición de mujer tuviera nada que ver con sus prolongadas reticencias a admintir la derrota.

Yo estoy con Bonet cuando afirma que el juicio sobre la manera femenina de hacer las cosas “se ve oscurecida por un montón de estéreotipos”, tópicos que nublan con frecuencia el pensamiento. Yo diría, además, que esas diferencias, si existen, son irrelevantes en términos políticos y sociales. Estoy segura que las diferencias que marcan la singularidad de cada persona —su carácter fuerte o débil, su capacidad de diálogo, su formación, su inteligencia…— pueden llegar a ser mucho mayores que las similitudes o estilos tendenciales que puede marcar el pertenecer a uno u otro sexo.

En la alabanza de ciertas supuestas cualidades que adornan a la mitad de la Humanidad a la que pertenezco se esconde con frecuencia más paternalismo misógeno que sincera admiración por nuestros supuestos méritos ancestrales.

Más cierto es que, por educación y práctica social, unos suelen exceder en la ambición y empeño por el poder que a otras les (nos) falta. Nos queda mucho por avanzar en esta línea, porque estoy segura que, una vez alcanzada la equidad en el terreno de los derechos teóricos —situación de historia cortísima, porque como nos recuerda Bonet sólo hace 77 años que Clara Campoamor tuvo que batir la resistencia de los hombres progresistas del Congreso de los Diputados para lograr el voto para las mujeres—, ahora nos toca mover ficha a nosotras.

Hay que promover la afiliación de las mujeres a los partidos políticos y su participación activa en entidades sociales y representativas, porque sólo desde una participación paritaria en la base podrá alcanzarse en las cúpulas una paridad que sea, al mismo tiempo retrato de la realidad plural de los partidos y selección de sus mejores hombres y mujeres.

Pero este es el lado fácil de la igualdad (y no podemos desanimarnos por ese escaso 17,7% de mujeres parlamentarias en todo el mundo, que no deja de representar un avance). Donde creo que el tema se hace más complejo es en las cúpulas de las empresas. La maternidad y el networking —elemento clave de la gestión de una carrera profesional— casan mal, y aunque por ahí corren algunas superwomen que han logrado alcanzar notable éxito en compatibilizar vida familiar y éxito laboral, la mayoría sobrevivimos con un pie en cada mundo y con mucho working y poco net.

Esperemos que las nuevas generaciones de mujeres sigan avanzando por el camino que marcaron quienes nos precedieron.

Anuncios y despedidas

Titulas una entrada Garrapatas y aparece automáticamente un anuncio sobre trampas para plagas caseras, hablas de ONG y corres el riesgo de que aparezca en tu blog el adword de aquella organización de la nunca te harías socio porque no te merece ninguna confianza… Son las cosas de Internet.

Tenía abandonados mis Escrit(o)s, porque han ocupado mi tiempo las despedidas de algunos amigos (Pere Prat, Johnny Griffin) y las prisas y calores del cierre de curso, además de algún que otro accidente casero. También me dio trabajo una reflexión sobre una fuente destrozada por el vandalismo post-Eurocopa que se cebó en mi ciudad, como en otras de toda España, aunque el tema de fondo no era ese, sino la desmemoria de las urbes y sus gestores, y como la falta de compromiso con el patrimonio (no sólo con su higiene, sino también con su sentido, con su logos) puede llegar a ser tan destructivo como el pathos que arrastra a las personas ocultas en una masa y nubla su juicio social. ¡Ui, qué pedante me ha quedado!

El viernes empiezo mis vacaciones y tengo intención de frecuentaros más. Así que estad atentos.

Lo nuevo y lo que permanece

Estoy sentada en mi cama, escribiendo esta entrada en un portátil conectado a Internet mediante wi-fi, y a poco que lo piense me daré cuenta de lo insólito que a todos nos hubiera parecido este mismo acto hace apenas diez años. Sin embargo, también a través de Internet, leía hace un par de días unos textos sobre equitación del siglo XVII y, salvando la distancia del lenguaje, me daba cuenta de que la relación que se establece entre un jinete y su caballo es ahora la misma que hace 400 años. Y es algo que se produce despacio, que exige su tiempo, que tiene su base en el mutuo conocimiento, en la psicología del animal y del ser humano; es algo que aprende el cuerpo casi sin que se dé cuenta el cerebro, que no tiene tanto que ver con pensar como con sentir y comprender a través de la piel, de la tuya y de la de la bestia. Ninguna tecnología suple esto (aunque la tecnología me ayude a compartirlo con vosotros) y quizás por esto me gusta tanto este deporte, porque pertenece a un tiempo en que el tiempo no tenía importancia y en el que lo más importante no es lo que tú puedes hacer contra otro (un contrincante, el tiempo que te persigue…), sino lo que puedes hacer con otro: tu compañero, el caballo.

En la doma, como en el salto, tus competidores no son en realidad los otros binomios que participan en la prueba; en realidad, todos luchan para acercarse lo más posible a la perfección, cada binomio se enfrenta a sí mismo, a sus propios límites, y trabaja para superarlos. Eso es algo que entiendes enseguida cuando montas, y que yo sentía vivamente esta tarde. No importa cuán bien o cuán mal otro caballo y su jinete hayan saltado ese obstáculo que tienes delante; a ti en ese momento lo único que te importa, lo único que te puede importar, es que tu caballo salte bien y que tú estés a su altura. Y cuando consigues vencer tus propios límites, estás satisfecho incluso aunque otro competidor te supere.

Se puede argüir que eso sucede en otros muchos deportes, pero en realidad sólo sucede en un puñado de disciplinas, casi todas individuales: gimnasia, atletismo, montañismo… Todos deportes antiguos, primitivos casi, heredados de épocas en las que la superación personal era más importante que el triunfo, donde lo preciso se valoraba tanto o más que lo eficaz, épocas en las que llegar no era tan importante como el viaje.

Hoy siempre tenemos prisa, pero encima de un caballo para mí el tiempo se detiene.

Somos lo que decimos

Escribía el otro día en mi libreta de tren —esa que llevo en el bolso siempre y que lleno de garabatos cuando me toca esperar más de diez minutos— que ahora en mi profesión (la comunicación corporativa) se habla mucho de emociones. Todos los publicistas te cuentan que para conectar con el público lo que hay que hacer es hablar a su corazón y no a su cabeza. Pero a mí, todo eso, me parece algo manido y vacío de contenido, algo así como confundir la feminidad con vestirse de rosa y ponerse blusa con volantes.

Me interesa mucho más el poder de las palabras para construir nuevas realidades, para imaginar futuros. Nombrar las cosas es darles vida, y nombrar nuestros ideales es el primer paso para alcanzarlos y hacerlos realidad. La palabra justicia es sin duda anterior a su aplicación real a la vida de las personas —tan precaria aún hoy, cuando la injusticia se ceba sobre millones de seres humanos— y muy anterior a que ese valor se asentara como base de la sociedad.

En este sentido, me ha parecido estupendo el ejemplo que ponía Manuel Rivas hoy en su columna:

“Cuando Ramón y Cajal decidió adentrarse en el estudio del cerebro humano, no dijo para la ocasión: ‘¡A ver cómo anda el tarro!’. Escribió: ‘Sentía yo entonces vivísima curiosidad por la enigmática organización del órgano del alma’. Formulado así el asunto, las neuronas se le mostraron en toda su elegancia.”

No podía ser de otro modo. ¿Quién podía ver más claras las huidizas sinapsis que aquel que sabía tejer con los sutiles e invisibles hilos de la emoción la descripción de una investigación científica?

La emoción de los publicistas es otra cosa. Es como el caramelo que das al niño para hacerlo feliz, con una felicidad rápida y sin complicaciones. Los caramelos están bien, pero en exceso producen caries.

La ilusión por la política

Decía ayer Lluís Bassets en El País (El regreso de la pasión política) que las primarias demócratas en los Estados Unidos han tenido el mérito de dinamizar la política norteamericana y hacer más visible (y, por ello, seguramente más saludable) el proceso de regeneración que supone para la democracia un período electoral.

En este sentido, no es sólo la oratoria brillante de Barak Obama y su frescura lo que ha potenciado la recuperación de la ilusión, sino también la lucha denodada que ha ofrecido Hillary Clinton ante un adversario inesperado, que le ha arrebatado la candidatura a la primera mujer que llegaba a unas elecciones en Estados Unidos con posibilidades reales de aspirar a la presidencia del país, o por lo menos a competir por ese puesto contra el candidato republicano.

Esa confrontación directa y a muerte entre los dos aspirantes demócratas ha sido buena mientras el proceso de primarias se mantenía abierto y tanto Obama como Clinton tenían posibilidades reales de lograr el objetivo de la nominación. Sin embargo, el empecinamiento mostrado por Clinton en las últimas horas, y su resistencia a reconocer que su oponente demócrata la había superado de forma definitva en las primarias, resultan un punto decepcionantes. Esperaba un gesto más humano, más generoso, que tuviera más en cuenta que la mayoría de los simpatizantes y militantes demócratas han preferido a Obama. Una esperaba que Hillary no usara sus 18 millones de votos, como algunos señores usan sus atributos masculinos, poniéndolos con un golpe sordo sobre la mesa: ‘Por mis millones…’

Hasta ayer la lucha sin cuartel animaba y enriquecía la campaña, desde ayer parece sólo una extenuante competición por arañar las máximas cuotas de poder posibles. En todo caso es cierto, que seguir todo este proceso ha sido, y es, emocionante. Más, con seguridad, que el estomagante proceso precongresual del PP.