Un Día para la Esperanza

Un año más estoy en plena preparación de Un Día para la Esperanza, la fiesta anual de Intermón Oxfam, la organización para la que trabajo desde hace 14 años. El próximo fin de semana (18 y 19 de abril) se inicia la celebración del evento en varias ciudades (Terrassa, Sevilla, Vitoria, Zaragoza), aunque el grueso de las fiestas se realizará entre los días 25 y 26 de abril en más de 40 ciudades de toda España.

La fiesta vuelve a centrarse en la acción humanitaria de Intermón Oxfam, pero más concretamente en nuestro trabajo en los campos de refugiados del este del Chad a favor de los derechos a la protección y la asistencia de las mujeres que sufren los conflictos y emergencias. Ellas son el 85% de la población refugiada y sobre ellas recae el peso y el esfuerzo del sostén de las familias, pero al mismo tiempo son las principales víctimas de la violencia que sufren desplazados y refugiados por parte de ejércitos, grupos armados y delincuentes comunes. La violación es usada sistemáticamente como arma de guerra y el pillaje y los robos violentos son habituales en los campos, donde ellas son mayoría.

Intermón Oxfam suministra agua potable y organiza el saneamiento de los campos, básico para la salud de la población refugiada. También entregamos animales a las mujeres para complementar la alimentación de sus familias y favorecer la mejora de su economía doméstica. Y, sobre todo, denunciamos sistemáticamente la vulneración de sus derechos y somos activos reclamándolos ante los gobiernos y las instituciones internacionales que tienen esa responsabilidad.

Si quieres saber más de todo esto y quieres participar, te invito a conocer el grupo de Facebook La voz de Fatima y, naturalmente, a pasarte por alguna de las casi 50 fiestas de Intermón Oxfam.

Mujeres y justicia

Vengo leyendo noticias inquietantes. En Afganistan, ante la indiferencia de los mandatarios del mundo (incluido Obama) acaba de aprobarse una ley que retrotrae la situación de las mujeres a la peor etapa del gobierno talibán. Así nos lo cuenta en El Pais Ángeles Espinosa en “¡Vuelven los talibanes!”, un artículo que pone los pelos de punta, porque nos recuerda lo vulnerables que son los derechos, tan duros de ganar, tan fáciles de perder cuando las sociedades, las potencias ponen prosaicos intereses por delante de los valores democráticos.

En otro periódico, El Mundo, nos cuentan como en ciertos periódicos israelíes se atreven a hacer desaparecer a las ministras de las fotografías del Gobierno y que además lo hacen por algo que ellos llaman “piedad” y que inspira al llamado movimiento ultraortodoxo jaredim. Para ellos, la piedad vendría a ser algo así como cierto decoro que no permite exhibir a las mujeres en fotografías y medios de comunicación, vamos algo así como el burka pero mediático.

Extrañas coincidencias entre ultras de todas las religiones, ideologías y rincones del mundo, cuyo gran objetivo parece ser borrar a la mujeres del mapa simbólica y físicamente. Se me ocurre, cuando pienso en ello, una razón práctica: sometiendo a las mujeres, sometes a poco más o menos la mitad de la población, con lo que eliminas buena parte de la competencia en términos de poder y patrimonio (porque dejémonos de misticismo, lo que hay aquí es pura lucha de poderes, ejercida en nombre de tradiciones y decencias varias, pero con consecuencias materiales muy concretas en cosas tan poco místicas como derechos de herencia y propiedad y acceso a los resortes del control social, desde la educación hasta el trabajo remunerado).

También es cierto, sin embargo, que planteado así, fríamente, como una mera estratagema para auparse al poder, los controles sociales y religiosos para someter a las mujeres habrían fracasado (algunas somos tontas, pero no suicidas). Y ahí es donde surgen la moral y ciertos códigos de valores, porque las leyes y las normas son insuficientes para el control social si no están interiorizadas, si sus valores no impregnan a los individuos y estos los asumen como propios, incluidas las propias víctimas. Los seres humanos nos rebelamos contra aquello que percibimos como impuesto, pero aceptamos aquello que consideramos natural, incluso cuando es injusto para una parte importante de la sociedad.

En mi niñez, recuerdo haber oído con frecuencia a las mujeres referirse al matrimonio (entonces totalmente indisoluble y único destino imaginable para una “chica decente”) como una “lotería” en la que, si estabas de suerte, tendrías una buena posición económica y un hombre que “no te pondrá la mano encima”. La violencia doméstica, entonces, sólo era noticia en medios como El Caso (donde aprendí el significado de “estupro”, porque ni siquiera ese semanario de sucesos usaba el término “violación”) cuando derivaba en homicidio o asesinato. Pero el resto del tiempo era “normal”, si en el sorteo de maridos habías tenido “mala suerte”, y se silenciaba detrás de un muro de convencionalismos y moralina de abnegación y sacrificio. Las mujeres, en ese tiempo (años 60 del siglo pasado) en España, no podían ni obtener el pasaporte ni abrir una cuenta en un banco sin la firma de su marido. Y eso se consideraba “normal”, o mejor dicho, lo consideraban normal una parte de las mujeres a las que no se había dado la posibilidad de tener otra perspectiva de la vida que la que dictaba el poder imperante católico-nacional-sindicalista.

Me gusta pensar que los derechos adquiridos por las mujeres en nuestra sociedad son no sólo incuestionables éticamente, sino que no hay vuelta atrás posible. Pero cuando veo la indiferencia ante situaciones como la de Afganistán (sólo Ángeles Espinosa recoge la noticia, sólo Soledad Gallego-Díaz la comenta en El País, no la he encontrado en otros medios), recuerdo El cuento de la criada, una novela de la canadiense Margaret Atwood que me impresionó hace años, porque plantea el hipotético surgimiento de un régimen autoritario en Estados Unidos, cuya primera medida para apropiarse del poder consiste en abolir el derecho de las mujeres a la propiedad privada, lo que incluye la intervención de sus cuentas corrientes bancarias. El patrimonio de esas mujeres (y la libertad individual de ellas mismas) queda bajo la supervisión de sus maridos, padres o hermanos mayores (¿no les suena?) que, si se niegan a obedecer las órdenes del nuevo régimen, son encarcelados y “sus” mujeres son internadas en centros especiales para ser “reeducadas”.

Sin entrar en los aspectos más truculentos de la ficción de Atwood (algunas mujeres son esterilizadas y destinadas a la servidumbre mientras otras son convertidas literalmente en animales de cría) lo que inquieta es la facilidad con la que unas cuantas medidas económicas perversamente utilizadas pueden derribar derechos adquiridos en una larga lucha de muchos años. Es ficción, desde luego, pero ahora que las calles se nos han llenado de carteles con cachorros de lince, vale la pena recordar que, si las leyes no son justas para todos y todas, la sociedad al completo sufre con ello.

Bassat

¡La conexión emotiva ha muerto! Bueno, quizás sea un poco exagerado expresarlo así, pero lo que nos ha dicho esta mañana Lluís Bassat se le acerca bastante. En tiempos de crisis, los consumidores tienden a meditar mucho más sus decisiones, y la publicidad basada en estilos de vida no aporta razones significativas para guiar esas decisiones. Eso a parte del problema consanguineo a cualquier moda creativa: que todos los anuncios acaban pareciendo el mismo, o que a base de querer mostrar sensaciones en lugar de ofrecer argumentos devienen en metáforas totalmente incomprensibles. Para ejemplo, el anuncio de un móvil que estos días emiten varias televisiones y que ofrece por toda imagen dos pies enfundados en zapatillas deportivas que se elevan levitando desde un suelo encharcado por la lluvia; si no recuerdo mal, el eslogan dice algo así como que si quieres vivir cada día cosas sorprendentes te compres el móvil en cuestión (que, por cierto, no se muestra en un solo fotograma del anuncio).

“Llevo 30 años en esta profesión”, decía esta mañana Bassat, “y, a veces, cuando acabo de ver un anuncio en TV me dan ganas de llamar por teléfono y decirles ‘vuelvan a pasarlo, por favor, que no he entendido nada’“. Creo que no es el único al que le sucede, aunque respecto a ciertos productos y ciertas marcas, igual salimos ganando si ni se entienden los anuncios ni se vende el producto.

Bassat ha dicho muchas más cosas interesantes, que dan para futuras entradas.

Retorno

Llevaba meses sin escribir aquí y ahora lo hago porque después de pelearme con la técnica denodadamente he conseguido que funcione mi router inalámbrico y, por fin, puedo escribir en mi portátil sentada en mi cama. Parece un poco infantil, pero era un sueño que tenía: poder llevarme el ordenador a cualquier parte de mi casa y escribir allí donde me apetezca. Estoy contenta, además, porque creía que una máquina me había vencido y, al final, he vencido yo. Resulta que tengo el ADSL de Telefónica, pero me compré un router inalámbrico más económico que el que ellos ofrecen, lo que me ha supuesto una total falta de colaboración por parte de su servicio de asistencia a la hora de poner en marcha el dichoso aparatito. Ya me lo dijo una de esas voces amables: “es que si no es de Telefónica, no sé como funciona, porque aquí sólo me vienen las instrucciones para los nuestros”.

Bien está lo que bien acaba, me digo en estos casos. Y ahora ya puedo navegar en pijama, y leer mis correos arrebujadita bajo la manta, si quiero. Ahora quizás encuentre el momento de hacer esos comentarios que quedaron negligentemente colgados en algún ataque de sueño que me apartó de la pantalla, comentarios, decía, sobre mujeres y política, o sobre las promesas electorales de los presidenciables estadounidenses, de entre los que saldrá nuestro próximo Tío Sam (¿o será una ya muy improbable tía Hillary?). Quizás debería también hablar de agua (de la que ahora mismo cae y de la que alguien quiere traer a Barcelona desde el Ebro). Podría hablar no sólo de la falta de cumplimiento de promesas que movilizaron a media Cataluña hace cuatro años, sino también de torpeza política, de esa que si fuera una película se titularía ‘De cómo resolver la sequía destapando la caja de los truenos’, o incluso mejor ‘Baltasar, el hombre que se buscó 30.000 enemigos por llenar la piscina de algún amigo’. Bueno, puedo escribir en la cama, pero a unas horas más decentes ¿no?

Servicio público

Como este es un blog bilingüe, me planteaba escribir esta entrada en catalán. Esa es la lengua en la que me cabreo de forma natural, y este texto es fruto de un cabreo. Ayer intenté hacer su primer DNI a mis hijos y mi pasaporte, pues el viejo lleva caducado casi un par de años y mi trabajo me exige tenerlo en regla. A mis hijos aún les falta un poco para la alcanzar la edad en que el carnet de identidad es obligatorio, pero se trata de un documento imprescindible si quieres viajar con ellos fuera de España, como lo es mi pasaporte para ir más allá de Europa. Esa norma no la hemos puesto los ciudadanos, la han establecido los Estados, y por eso me resulta tan difícil comprender por qué nos ponen tantas dificultades para cumplir con aquello que no es más que nuestra obligación; trabas surgidas de una función pública que, con frecuencia, olvida que antes que otra cosa es un servicio, es decir, que el trámite que gestiona no es un servicio de los ciudadanos al Estado, sino del Estado a los ciudadanos.

¿Que por qué estoy tan enfadada? Porque, en mi ciudad, la única comisaría de la Policía Nacional que ofrece ese servicio tiene estos días de vacaciones a dos tercios de sus funcionarios (public servants les llaman los ingleses: me gusta esa nomenclatura, porque las palabras prefiguran siempre la realidad). En consecuencia, los 200 números que se suelen repartir cada mañana para que otras tantas personas sean atendidas en ocho mostradores han quedado reducidos a 60 números y el personal, a dos funcionarios. Como, además, a la desidia organizativa se le une siempre el absurdo del comportamiento humano colectivo, aunque el servicio no abre hasta la 8:30h, hay ciudadanos y ciudadanas haciendo cola en la calle, a una temperatura de cinco o seis grados, desde la siete de la mañana, con lo que en cosa de 15 minutos se extingue cualquier posibilidad de ser atendido ese día (y,naturalmente, a nadie se le ocurre repartir números para los días siguientes, porque en este país hacer cola es un suplicio colectivo que nadie puede soportar que su vecino se ahorre).

Todos los trabajadores tienen derecho a sus vacaciones, y no voy a ser yo quien diga que no es también así para los funcionarios del Ministerio del Interior, pero los responsables de un servicio público tienen la obligación de poner más medios (y no menos) cuando hay más demanda, y resulta evidente que, para muchas personas, tiene más sentido cumplir con su obligación aprovechando los días de vacaciones navideñas que tener que perder un día de trabajo o, como en mi caso, hacerles perder a sus hijos un día de colegio. Porque, no lo duden, será un día entero: desde que a las siete empiece a hacer cola hasta que, con suerte, sobre la una de la tarde, si no más tarde, termine la gestión.

Me imagino que al comisario y al director general de turno eso se la trae al pairo, pero a mí no me cabe en la cabeza que en pleno siglo XXI haya que helarse en la calle en pleno invierno, bajar la productividad o perderse contenidos académicos para cumplir con una obligación cívica. Y eso, en la séptima u octava potencia económica del mundo. Puede que al comisario y al director general ni les haga cosquillas, pero, si yo fuera el ministro Rubalcaba, se me caería la cara de vergüenza.

¿Y qué haría yo? Pues lo mismo que han hecho en muchos sitios, que no en todos, la Seguridad Social y la Administración Tributaria: usar la informática con raciocinio e introducir el sistema de citas concertadas. Yo quiero hacerme el pasaporte y tramitar el DNI de mis hijos, pues presento una solicitud vía Internet o por teléfono, una vez tengo todos los papeles necesarios para ello, y se me da día y hora para atenderme. Llego puntual, tramito mi documentación en unos minutos, pago mis tasas y a otra cosa mariposa. Sin largas colas de personas nerviosas en las puertas de las comisarías, sin salas de espera atestadas, sin pérdidas de productividad y de escuela. Es una idea, y la vendo gratis (ni se imaginan lo que cobrará el asesor que les explique a los de Interior cómo hacerlo).