¿Desaparecerán los periódicos pasado mañana?

A través del blog de Enrique Dans me he enterado de las cifras que muestran la profunda crisis que está viviendo PRISA y que ha supuesto una reducción del 88% de sus beneficios en sólo un año (de los 25,18 millones de euros del primer trimestre de 2008 a apenas 2,93 millones en el mismo período de 2009). Dans cita unas declaraciones del inversor norteamericano Warren Buffet (que compite con Gates por el puesto de “hombre más rico del mundo”, además de ser el propietario y accionista de varios medios estadounidenses) recogidas por Jeff Jarvis en su blog BuzzMachine: “No compraría un periódico a ningun precio”. Recuerda Jarvis, que Philip Meyer, en su libro The Vanishing Newspaper, predijo que la desaparición del último periódico se produciría en el primer tercio de 2043. No he leído el libro, así que no sé cómo realizó su cálculo este profesor de periodismo de la Universidad de Carolina del Norte, pero muchos expertos parecen coincidir en que lo fiaba muy largo y que el proceso de reducción y desaparición de la prensa escrita será mucho más rápido.

Dans, con ese tono entre socarrón y apologético que le caracteriza, le da sólo 15 días a PRISA (o lo que es casi lo mismo, a El País), para refinanciar su deuda. Cita para ello a El Confidencial, un diario online que es probablemente uno de los mejores ejemplos en España de los nuevos derroteros por los que deberá andar el periodismo, navegando en la red en lugar de anclarse en el papel. Para otros, sin problemas financieros tan graves, el plazo será quizás más largo, pero al parecer inevitable, por la alta dependencia del modelo de negocio de los ingresos publicitarios, que para los medios clásicos (las grandes cabeceras de la prensa escrita y la TV) ya habían estado descendiendo sin pausa en los últimos años a causa de la fragmentación del mercado y el ascenso de internet, y que con la crisis que vivimos simplemente han caído en picaso.

Queda, una vez más, abierta la pregunta de cómo afecta esta crisis de los medios escritos a la democracia y a su papel legitimador de y frente a la opinión pública, cómo afecta al control sobre el poder político y económico que los periódicos han ejercido. Para Dans, la crisis de la prensa es, también, fruto del deseo de los lectores de no recibir noticias “filtradas por una línea editorial determinada”, algo de lo que la web nos libera al ofrecernos simultáneamente múltiples fuentes para una misma información y el acceso a puntos de vista críticos y alternativos. Así pues, en teoría, con internet el ciudadano tiene más información y son los ciudadanos críticos, activos también como productores de dicursos a través de blogs y redes sociales, quienes ejercen directamente el control social sobre políticos y empresas.

También queda pendiente, sin embargo, un análisis más crítico de los contenidos de internet, donde lo malo no son sólo los bulos que a veces se difunden con la velocidad y la impunidad del spam, sino la repetición hastiante de las mismas ideas/noticias, con frecuencia sin contrastar, y la reducción del concepto globalidad al mundo interconectado, que deja fuera a millones de personas y mucha, pero que mucha realidad.

Ya en 2006, analizando la crisis de la prensa The Economist afirmaba que “El declive de los periódicos no será tan dañino para la sociedad como algunos temen”. Con internet, señalaba la revista, ya no tenemos por que creer la versión de la realidad que nos ofrecen un puñado de periódicos nacionales o locales; en pocos minutos y gracias a los buscadores podemos reunir fuentes del mundo entero; las webs participativas, como Menéame o Digg, nos permiten llamar la atención sobre aquellas noticias que nos parecen más relevantes y descubrir las inquietudes que compartimos con otros; ya no hace falta esperar una o dos semanas a que un editor publique, recortada, nuestra carta al director: podemos comentar cualquier noticia sobre la página online del propio medio…

Pero The Economist también admitía entonces (y sigue siendo válido) que el ciudadano periodista-editorialista en el que nos permite convertirnos internet tiene, sobre todo, un foco local y escribe “desde su armario” y no desde primera línea. El reto es, sin duda, cambiar el modelo de trabajo de las redacciones y el modelo de negocio de los medios (algo en lo que seguramente se ha tardado demasiado), pero no olvidando nunca que resulta difícil, si no imposible, hacer buen periodismo desde la precariedad y con un enfoque de espectacularización orientada a la venta.

Tendinitis

Una no se da cuenta de todos los músculos que intervienen en un gesto tan sencillo como sacar una sartén del armario hasta que una tendinitis convierte esta memez en un proceso de lo más doloroso. Secarse el pelo, recoger con la escoba las migas que cayeron al cortar el pan, cambiar la marcha mientras conduces tu coche, girar la llave para abrir una puerta… Decenas de gestos cotidianos se convierten en molestas penalidades.

Igual que mi brazo derecho, la economía parece afectada de una dolorosa tendinitis. Leía esta mañana una entrevista con Luis de Sebastián (Diari de Terrassa), en la que el catedrático emérito de ESADE señalaba que el impacto psicológico de la crisis supera y empeora su envergadura real. Explica el economista que, aunque es cierto el aumento del paro, son muchas más las familias que, sin haber visto afectados sus ingresos, han reducido drásticamente su consumo, lo que acaba generando una bola de nieve que empeora la situación. Es como si una extraña tendinitis nos impidiera a todos sacar la cartera del bolsillo, incluso a aquellos que siguen teniendo los mismos recursos que hace un año o dos.

Pero, seguramente, la prevención de la mayoría tampoco sea tan exagerada, si tenemos en cuenta que donde ha fallado el sistema es ahí donde parecía más invulnerable: los bancos y las finanzas, como sector; Estados Unidos como país. Quien más quien menos alberga dudas sobre la solidez y sostenibilidad de sus propios recursos. Si eres empleado, porque tus ingresos futuros dependen de unos gestores que quizás puedan decidir mañana restricciones de plantilla; si tienes tu propio negocio, porque hay incertidumbre sobre la solvencia de los clientes, cuando no problemas reales de impago y reducción efectiva de márgenes y liquidez. Y, es cierto, nos atenaza un pesimismo generalizado que no ayuda a afrontar esos problemas (normales, por otro lado, en la actividad económica) con ánimo y lucidez.

Creo que lo que todos estamos esperando es que alguien nos diga que la crisis ha tocado fondo, que de ahora en adelante las cosas sólo pueden ir a mejor. Pero el mensaje que nos llega no es ese, por lo que nos mantenemos a la espera, prudentes, con las naves recogidas, pendientes de oir el batacazo final (de alguien que esperamos no ser nosotros), para volver a la mar cuando haya escampado. Puede que no sea bueno, pero es razonable.

¿Valores?

Como señalaba Rosa Montero en El País hace un par de días, en todas las columnas, artículos, editoriales, blogs, el tema recurrente del que hablamos uno y otros es la crisis. Se habla de ella por sus dimensiones, por su impacto, pero sobre todo se habla de su origen, del que difícilmente encontrariamos precedentes. Esta no es una crisis como las de antes. No ha habido un encarecimiento inesperado de una materia prima vital para el funcionamiento del sistema (pongamos el petróleo, que precisamente con el estallido de la crisis no ha hecho más que abaratarse). No ha habido una caída brusca de la demanda y del consumo que generara el parón de uno o varios sectores, ya que, al contrario, la caída del consumo es consecuencia de la crisis y no su origen (aunque sin duda la empeora y extiende a lo largo y ancho del tejido económico).

Esta es, sobre todo, una crisis de valores. ¿Valores? Sí, porque teníamos una economía recalentada en la que muchos beneficios se basaban en mentiras y en algo muy parecido a la usura, que no es otra cosa que abusar de la posición de poder que da la riqueza material para seguirse enriqueciendo a costa de los más pobres, sin atender a los más mínimos principios de solidaridad humana.

No me tachéis de moralista, pero en cada una de las actitudes que han conducido al desastre, en cada uno de los eslabones de la cadena, hay valores cuando menos cuestionables que han campado por sus respetos en un entorno de tolerancia social que ahora mismo debería llevarnos a alguna reacción más que el decir enfáticamente (y con toda la razón) “¡Qué morro tienen!”. La maquinaria económica se ha vuelto muy compleja, es difícil de comprender para la mayoría de nosotros, pero que un alto ejecutivo de una empresa gane 200 veces más que uno de sus trabajadores, o cobre 160 millones de dólares de indemnización si le echan por mala gestión, es injusto e inmoral, haya crisis o no la haya. Los accionistas no deberían permitirlo, la prensa debería denunicarlo, y la sociedad debería castigar con su rechazo a aquellas corporaciones en las que se produjeran estas prácticas. El presidente de una compañía que justifica un fin de semana de lujo para los ejecutivos de una empresa que acaba de ser rescatada con dinero público “porque se trata del pago de incentivos pactados previamente” debería encontrar no sólo críticas en la prensa o en la calle, debería quedar señalado profesionalmente como un irresponsable al que ninguna empresa seria debería querer tener en su staff, ni ahora ni en el futuro.

Pero como sucedió hace años en España con los arribistas de pelo engominado, este tipo de actitudes no sólo no son frontalmente rechazadas por todo el conjunto de la ciudadanía y de los agentes sociales, sino que, para muchos, esos ejecutivos triunfadores de la especulación y el abuso han sido (y aún siguen siendo) modelos a seguir.

Leyendo sobre la crisis estos días no he podido dejar de recordar un fragmento de la novela Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro (que muchos más recodaréis como una película protagonizada por Anthony Hopkins). En ese fragmento un grupo de dandies ingleses seducidos por el nazismo triunfante en la época en que se desarrolla la historia somete al protagonista del libro, el mayordomo Stevens, a un extraño interrogatorio que no tiene otro objeto que demostrar la ignorancia del pueblo llano sobre cuestiones cruciales de política y economía y, por tanto, la que ellos consideran perversión de la democracia parlamentaria, que el poder dependa del voto de hombres sencillos. La ironía de Ishiguro es que nos muestra a un Stevens que se siente obligado a fingir ignorancia, porque entiende que ese es el servicio que su patrón espera de él hacia los invitados: “…enseguida vi de que iba la cosa; es decir, se trataba claramente de que yo me sintiera aturdido por la pregunta. De hecho, en el poco tiempo que tardé en percibir aquello y en forjar una respuesta conveniente, incluso puede que hubiera llegado a dar la impresión externa de estar palpitando con la pregunta, porque pude ver como todos los señores de la sala intercambiaban sonrisas divertidas”.

El poderoso quiere al dominado ignorante y sumiso, pero el humilde, como el Stevens de la historia de Ishiguro, con frecuencia se acomoda a esa pasividad y se protege en ella, como el caracol en su caparazón, para eludir tomar partido y ejercer una crítica que le obligaría a asumir decisiones difíciles. Aunque no le agrada, aunque lo considera injusto, el mayordomo despide sin una queja a las doncellas judías para satisfacer a los amigos alemanes del patrón filo-nazi.

El consumo exacerbado, el enriquecimiento fácil y rápido, el conformismo ideológico, el mirar para el otro lado en lugar de tomar partido son signos de nuestro tiempo. Todo tiene que ser fácil, rápido y digerible. ¿Podemos enfrentarnos a una crisis y evitar las próximas con estos valores?